Un día el canario verde, no sé cómo ni por
qué, voló de su jaula. Era un canario viejo, recuerdo triste de una muerta, al
que yo no había dado libertad por miedo de que se muriera de hambre o de frío,
o de que se lo comieran los gatos.
Ando toda la mañana entre los granados del
huerto, en el pino de la puerta, por las lilas. Los niños estuvieron, toda la
mañana también, sentados en la galería, absortos en los breves vuelos del
pajarillo amarillento. Libre, Platero holgaba junto a los rosales, jugando con
una mariposa.
A la tarde, el canario se vino al tejado de la
casa grande, y allí se quedó largo tiempo, latiendo en el templado sol que
declinaba. De pronto, y sin saber nadie cómo ni por qué, apareció en la jaula,
otra vez alegre.
¡Qué alborozo en el jardín! Los niños
saltaban, tocando las palmas, arrebolados y rientes como auroras; Diana, loca,
los seguía, ladrándole a su propia y riente campanilla; Platero, contagiado, en
un oleaje de carnes de plata, igual que un chivillo, hacía corvetas, giraba
sobre sus patas, en un vals tosco, y poniéndose en las manos, daba coces al
aire claro y suave.
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